Volumen 4, Numero 110
20 de octubre de 2004

El Camino Hacia una Paz Duradera

Estimados Amigos,

A modo de presentación, soy un consultor matemático, un Cuáquero y un pacifista, más o menos en ese orden. A diferencia de la mayoría de matemáticos, me enfoco de manera exclusiva en las ciencias sociales, creando y refinando modelos dinámicos del desarrollo y la evolución de las sociedades. En mi trabajo como consultor, y con financiamiento del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, durante los últimos diez años he trabajado de cerca con los líderes nacionales y las fuerzas armadas de más de una docena de países de Latinoamérica y el Caribe. En el pasado trabajé para las Naciones Unidas, en el tema de la transformación de unidades militares en operaciones con el objetivo de preservar la paz. Más recientemente, he dirigido mi atención hacia los males institucionales y psico-sociales que aquejan e incapacitan a sociedades enteras y a sus gobiernos. Hoy en día, dirijo seminarios y ejercicios para la planificación y ejecución de reformas estructurales de largo plazo, con los máximos niveles de mando de seis países latinoamericanos, siempre con un enfoque hacia los principales factores que amenazan la seguridad nacional. La lista de dichos factores comienza siempre con dos asuntos universales: la pobreza y la corrupción, seguidos frecuentemente por asuntos menores como el narcotráfico, el crimen organizado, los efectos de la globalización, los problemas de gobernabilidad y debilidad institucional, la inmigración y el contrabando.

De mi experiencia con el Tercer Mundo, la cual comenzó cuando era niño cerca de un campo de refugiados en Lahore, Pakistán, he llegado a la conclusión que la principal amenaza en contra de la paz raras veces ha sido una guerra entre naciones, a pesar de que dichas guerras se han llevado la mayor atención en la historia. Esta falta de paz que aqueja a las naciones tercermundistas se debe más a menudo a guerras civiles y conflictos internos; a violencia urbana e impunidad; a violencia doméstica, y al abuso y descuido de la niñez. Para mí, la dicotomía que a menudo se usa entre la guerra y la paz es extremadamente engañosa. Tomemos un ejemplo, cuando en las familias, los pueblos, las ciudades o los grupos étnicos no existe la paz, tenemos un problema tan serio equivalente a una guerra militar formal. En otras palabras, la paz es un atributo crucial, que se extiende de igual importancia a todos los niveles de la sociedad.

En el español existe una palabra que se usa comúnmente para describir una categoría importante de agencias gubernamentales, que incluye la salud, la educación, el bienestar social, la seguridad social, y el empleo. Esta palabra es psico-social. Su traducción al inglés, el adjetivo “psychosocial”, nunca se utilizaría en Norteamérica para describir este grupo de agencias. Para nuestros oídos del norte, suena demasiado psicológico, pero para los oídos latinos el término da justo en el blanco. Yo pienso que en este caso el punto de vista latino es el correcto, ya que las obras de estas agencias afectan el bienestar psicológico de los ciudadanos. Aunque aquí, en el Norte, preferimos ignorarlas, en realidad existen profundas consecuencias sicológicas producto del fracaso en la educación, en la protección a madres y niños, en la provisión de servicios básicos de salud pública, en la denuncia de abusos salariales y condiciones inhumanas de trabajo, en la provisión imparcial de servicios judiciales. Sin estos servicios fundamentales, generaciones enteras crecen alienadas e ignorantes, carentes de esperanza y con profundos traumas, propensas a la violencia y a recapitular sobre sus hijos todos los daños hechos sobre ellos. Este no es el camino hacia la paz, es un camino hacia el estancamiento y la desdicha, hacia erupciones repentinas de extraordinaria violencia e inclusive estallar una guerra.

Es fácil mencionar este tipo de problemas psico-sociales, pero es mucho más difícil hacer algo al respecto. Las instituciones sociales cuyos defectos contribuyen mayormente a estos males se oponen a ser reformadas. Veamos, por un momento, como funciona esto; hagamos un pequeño paseo a través de las estructuras gubernamentales que se han visto afligidas con la enfermedad institucional llamada “corrupción” (en mi opinión una pésima palabra, pero me veo forzado a usarla para poder comunicarme).

En la era posguerra civil, los Estados Unidos teníamos un sistema de gobierno llamado “spoils system”, o sistema del botín. El partido político que controlaba la presidencia tenía el poder de nombrar funcionarios públicos para diferentes posiciones dentro del gobierno, sin importar si no estaban calificados o si carecían de la experiencia necesaria. En efecto, estos puestos gubernamentales eran considerados como un botín, un premio por la victoria política.

En la mayor parte de América Latina, así como en gran parte de África y algunos lugares de Asia, este sistema aún está vigente. Si alguien quiere un puesto en el gobierno, hay que solicitarlo al partido político en el poder, y pagar una cuota. Por ejemplo, un empleo en la aduana cerca de la frontera puede costar miles de dolares en efectivo y un porcentaje del salario mensual. Como hay que recuperar estos costos de alguna manera, y el salario se encuentra muy por debajo de cualquier nivel razonable de calidad de vida, la única esperanza es extorsionar y exigir coimas a los ciudadanos sobre quienes se tiene cierto poder gracias a la posición obtenida. Así empieza la famosa corrupción.

A los partidos políticos, como es obvio, les interesa maximizar sus ingresos y su poder. La manera más obvia de lograrlo es abarcar el mayor número posible de empleos del sector público bajo su control. A todos los partidos les conviene hacer esto, y por lo tanto los de turno con gusto aprueban legislaciones que incrementan el tamaño del sector público.

Los burócratas no podrían extraer coimas sin tener poder verdadero sobre las personas que acuden a sus oficinas, y sin las coimas no podrían repagar a sus partidos lo que les deben por sus empleos. Por lo tanto, el poder legislativo aprueba nuevas legislaciones que sus burócratas pueden imponer, con tarifas, largos trámites e interminables colas. En muchos países existe una profesión honorable de tramitadores, gente honrada que se contrata para pararse en estas interminables colas sin sentido, pagar las tarifas y coimas, hacer el papeleo, y en general, ayudar a que el sistema de alguna manera funcione. Sin ellos, economías enteras se pararían por completo.

Si se habla con políticos en América Latina, a menudo se oye acerca de los males de la corrupción. De hecho, se la presenta como un problema moral: los corruptos son gente mala, inmoral y malvada. La solución que se ofrece con frecuencia es una mejor educación sobre la moral, leyes más estrictas, más religión y mejores valores sociales. Francamente, yo no creo en nada de esto. Desde mi punto de vista, éste es un problema más de carácter sistémico. La estructura de las instituciones es tan débil que hasta se podría corromper un ángel, si alguno tuviera la tan mala fortuna de escoger una vida de burócrata. Este tema sobre corrupción no tiene casi nada que ver con la moral personal, y todo que ver con el diseño y la estructura institucional. Si se reforman los incentivos para el comportamiento personal, las instituciones comenzarán a cumplir con sus verdaderas funciones, empleando a la misma gente que antes.

La cuestión moral al nivel institucional refleja, de manera interesante y sin embargo, similares cuestiones morales a nivel personal. En Norte y Suramérica, padres que abusan u olvidan a sus hijos son considerados criminales, y su inmoralidad se denuncia en la prensa popular. Trabajadores en huelga, que cierran caminos o cometen actos de sabotaje son también excoriados como vándalos o algo peor, por una prensa furiosa. Sin embargo, yo creo firmemente que estos actos deplorables no son síntomas de decadencia moral, sino de deficiencias estructurales en el gobierno y la sociedad misma. Permítame citar una de las muchas razones por las que pienso así: Haití es un país estancado en la pobreza y afligido por indescriptible violencia y criminalidad. Sin embargo, los haitianos que logran llegar a Miami se convierten, casi de la noche a la mañana, en ciudadanos modelo. Tienen familias fuertes, poco crimen o violencia, manejan exitosos negocios, van a la escuela, votan y participan plenamente en la vida pacífica de su comunidad. ¿Como fuese esto posible, tratándose de moralidad personal intrínseca?

A lo largo de los años, he llegado a pensar que el deseo urgente de tratar los males sociales como males de naturaleza moral es en realidad parte del problema. En mi opinión, esto es tan cierto a nivel personal como a nivel institucional y nacional. La moralidad, que clasifica el comportamiento en bueno o malo, es un sistema de pensamiento mal dirigido y disfuncional, el cual hace más mal que bien.

En vez de moralidad, sugiero que adoptemos el modelo médico para evaluar instituciones y culturas. No preguntemos si una institución es buena o mala; más bien preguntemos si está sana o enferma. A un sector público que emplea a gente basado en el sistema del “botín” hay que considerarlo enfermo. Evitando la caliente retórica de denuncia moral, refrescamos el discurso y permitimos la búsqueda de reformas para curas estructurales. Esto, desde mi punto de vista, será efectivo, en marcado contraste a todo intento de interpelar a líderes nacionales corruptos con escandalosas denuncias y juicios teatrales.

En los comienzos del siglo 19, los Estados Unidos y Europa pasaron por un proceso de un siglo de reformas dirigidas a la profesionalización de todos los aspectos del gobierno y a la eliminación de cualquier vestigio del sistema del “botín”. Este esfuerzo fue muy exitoso, a pesar de que los Estados Unidos ha quedado detrás de los países del norte de Europa, y se ha ido rezagando desde la presidencia de Ronald Reagan. No obstante, yo creo que se puede identificar un camino de reformas de muy a largo plazo, cuya meta final es traer la paz y prosperidad a todos los niveles de la sociedad, desde familias e instituciones hasta grupos étnicos y, finalmente, a la familia misma de las naciones.

Los detalles de esta ruta hacia la paz duradera son fascinantes de por si. Fuerzas policiales, por ejemplo, deben ser reformadas comenzando desde sus niveles más altos, a diferencia de otras formas de servicio civil que deberán profesionalizarse desde la base. La impunidad legislativa será favorable en los tramos iniciales del proceso, mas no en los tramos finales. Un sinnúmero de detalles como estos deben ser estudiados, descritos y comprendidos. Lo mejor de todo es que esto está ocurriendo ahora mismo a nivel internacional, gracias a gente dedicada, tanto dentro como fuera del gobierno.

Esto puede sonar seco y académico, pero mi experiencia me dice lo contrario. Cuando me encuentro en un ejercicio de estrategia nacional de gran escala, con problemas reales y con participantes de los más altos niveles en los gobiernos e instituciones internacionales, la sala cruje con el prospecto electrizante del cambio político. Esto es más emocionante de lo que la mayoría de la gente se puede imaginar, y me siento increíblemente afortunado de estar inmerso en estos esfuerzos, a estas alturas de la historia. Cuando la meta es sacar a una población entera de la miseria y la pobreza, de la insalubridad y la violencia doméstica, para traerla al filo de la paz y la prosperidad, es ahí cuando las cosas se vuelven realmente emocionantes.

Atentamente su amigo,

Loren Cobb

Traducido por Rossana Better.


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